lunes, 25 de mayo de 2009

Conozco a alguien que disfruta y celebra contra viento y marea

Anabella tenía 27 años. Una africana nacida en la aldea de Makesse, en la sabana del centro norte de Mozambique. Ella emigró a la aldea de Mouyninguyniguy. Ya establecida allí, con su marido e hijos, se transformó el líder de esa comunidad. La aldea la conformaban un puñado de personas, la mayoría mujeres y niños, dos o tres ancianos y algunos hombres que fuera de temporada laboral volvían a sus hogares para llevar el fruto de tanto esfuerzo.


En esa zona tienen dos estaciones de lluvia en las que aprovechan para sembrar. Por los cambios climáticos una de las estaciones pasa de largo y, entonces, queda una sola para poder cosechar lo que comerán en un año.


Por esas cosas de la vida, milagros y sorpresas; llegué una mañana a esta aldea. Fuimos recibidos con un vistoso y colorido baile. Participamos de algunos rituales. Nos agasajaron con un sencillo y austero almuerzo. Y así compartimos la alegría de quienes se perciben como hermanos de cada hombre de esta tierra.


El atardecer fue de película. Y mejor aún porque yo estaba ahí. A la infinidad de matices del rojo se le agregaron los sonidos de los animales, y la variedad de olores y perfumes que la creación va soltando antes de irse a descansar.


Ya entrada la noche, Anabella arrimó tres grandes leños humeantes, los frotó un poco y se hizo la luz. Alrededor del fuego comenzaron los tambores que animaron la danza. Al cabo de unas horas, ella levantó su mano y anunció: “¡Karingani!” (Que significa algo así como: llegó el momento de los cuentos)


Se detuvieron los tambores y una abuelita muy arrugada se sentó en el centro. Todos los niños de la aldea corrieron a sentarse a su alrededor. La anciana empezó a contar sus historias; ancestros, éxodos, logros, creencias, rituales, espíritus, esperanzas, fortalezas.
Los niños bebían cada palabra de las historias que la anciana les iba trasmitiendo. Es así como se va forjando la tradición.


Ya muy tarde nos fuimos a descansar. Dormimos sobre una estera de junco, a la intemperie.


A las 5 de la mañana el sol se levantó y salimos a cubrirnos bajo alguna sombra. Nos brindaron un cariñoso desayuno; unas galletas de maíz con una infusión, de quien sabe qué hierba autóctona.


Después de esto comenzaron los apremios para la despedida. Yo estaba sentado bajo un alero intentando que el sol no me perforara la piel. Anabella se arrimó y se sentó al lado mío. En voz baja me dijo: “Ya nos queda poco maíz, sino llueve pronto moriremos de hambre”. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Luego me miró con esos ojos llorosos y con una sonrisa muy pero muy grande me dice: “¡Pero qué felices nos hicieron con esta visita!”


Le sostuve por un rato la mirada y su sonrisa me la guardé como una bendición.


Hay personas que tienen el don de disfrutar el presente como si fuera eterno.

1 comentario:

Meis dijo...

Grosooooo monoooo!!! Sin palabras