Todos los ríos van al mar y los que no… se enferman en estanques protegidos.
Escuché
esta frase mil veces. Nunca había entendido su significado.
Soy de
aquellos que escuchan cien veces la misma canción y se emocionan ciento una.
Soy de
aquellos que ven mil veces la misma película y lloran las mil y una.
Sé como
empieza, sé lo que sucede, sé cómo va a terminar… y aún así… me vuelvo a
emocionar.
Una persona envejece cuando pierde la capacidad de conmoverse, cuando las cosas ya no lo sorprenden, cuando se blinda para que la vida no lo sacuda.
Cada tanto
conozco personas que no han perdido la ingenuidad. Que conservan intacta la
capacidad de sentir, de dejarse influenciar, abiertos a la experiencia, al
intercambio, sin miedo a perder, con todo por ganar. Que se interesan genuinamente
con las historias y vivencias de los otros. Que aceptan ser modificados en su
manera de pensar y vivir. Que saben que no viven en la verdad absoluta y menos
aún, saben que no son dueños ni de la más pequeña revelación por más sagrada
que sea.
Son
personas que no tienen miedo. Que abandonan el dogma por la fresca experiencia
del vivir. No se relacionan desde los juicios sino que disfrutan de los
relatos, se sumergen en ellos y salen salpicados, mojados, renovados. Ellos
viven el encuentro cotidiano como una experiencia transformadora.
Celebro que
mi amigo Juan relate su vida, de manera intensa, profunda, divertida, plena de
sentido, como si cada día fuera para él una revolución copernicana.
Y, también,
me dio tristeza que alguno de sus más cercanos
hayan dicho: “Esta película ya la vi.” Y se hayan retirado de esa fiesta sin un
rasguño.
Personas
como Juan, intuyen que no somos los mismos de un momento a otro. Que la vida
tiene un dinamismo evolutivo. Que dejarse llevar por esa dinámica inevitable es
lo que llaman: CRECER, bañarse cada día en la vida y darse cuenta que ese río,
nunca es el mismo.
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