
Quiero caminar, nadar, mirar paisajes, saltar troncos, escalar montañas, respirar hondo, aires nuevos, aires frescos. Quiero prender fuego y cocinar a las brazas. Quiero hacerlo a la tardecita mientras se abre paso la noche. Quiero hacerlo escuchando la música del lago, quiero quedarme envuelto en el silencio, quiero que el presente me visite a cada instante.
No quiero correr al pasado buscando formas viejas para interpretar el hoy. No quiero huir al futuro con la ansiosa ambición de tomar el control de lo imprevisible. Quiero estar ahí, cara a cara, delante de mi humana condición, vulnerable a mi mismo, sonriendo ante mi fragilidad, celebrando mi pequeñez y mi grandeza.
Quiero estar atento a los detalles más humanos y tan sagrados, como las miradas, las expresiones sutiles del rostro, a las cambiantes fragancias de los árboles, de las frutas, de las flores, a las brizas suaves, frescas, templadas y húmedas.
Quiero cantar suave y a los gritos para que resuene mi melodía en las laderas, en las estrellas y en los hielos cordilleranos.
Quiero caminar un rato de la mano y otro rato suelto, siempre en libertad, autónomo y en compañía.
Quiero escalar y cansarme. Quiero llegar a la noche rendido. Comer rico. Conversar. Leer un rato. Y darle un final a cada día. No quiero aferrarme nostálgico a lo que no pude hacer. Quiero perdonarme por no ser un super hombre omnipresente, omnisciente. Quiero superarme. No quiero autodestruirme. Quiero respetar mi medida propia.
Quiero descender por picadas desconocidas explorando los bosques, rastreando vertientes, soltando la espontánea sorpresa de un niño ante lo nuevo.
Quiero un café con leche a la mañanita y un mate a eso de las once. Quiero que el día sea una hoja en blanco lleno de posibilidades y rimas por construir, con infinitas sendas por transitar.
Me merezco esto y más. Por eso empiezo por soñarlo, por desearlo, por quererlo y ahora... por vivirlo.